Y de repente llegó el “conócete a ti mismo”. La gente empezó a repetirlo con aire de progres intelectuales (muchos sin idea de que la frase estaba enraizada en la Grecia clásica y no en Coelho), y yo me preguntaba qué cojones era eso. Fue la puerta de entrada del psicólogo en la sociedad de clase media o medio pelo, hace tan solo unas décadas, y este propósito de buscarte en las vísceras, el corazón, la cabeza o los intestinos, desató una debilidad emocional de la leche, aparte de una tontura contagiosa.
Décadas atrás la gente se las veía con sus problemas sin necesidad de que un extraño examinara sus miserias y les recetara consejos para sobrellevar los percances del día a día (no digo que terapia sea innecesaria en casos serios y graves).
La ropa sucia se lava en casa, decían ellos, salvaguardando la intimidad que hoy se exhibe en las redes como quien peta un examen.
Las desgracias ahora se canalizan, se examinan y se las busca el lado positivo para canjearlas por aprendizaje; lo que no deja de ser una farsa para huir de aquello que no se puede cambiar y paliar así el quemazón del error.
A pesar del empeño por ser alegres el mundo está más jodido que nunca y el sufrimiento se drena con sesiones a 170 euros x 50 minutos.
Las generaciones anteriores no tenían tiempo para buscarse a sí mismos ni cambiar sus errores por doctorados. La vida empujaba sin friegaplatos, TikTok, WhatsApp o Netflix, y la necesidad barría la estupidez de una patada. Ahora, con una vida cómoda, entretenimiento por un tubo y escapadas en aviones para toda la familia a destinos lejanos, lujosos, para petarlo en IG, se busca la felicidad con desgarro.
Mejor no intentes conocerte; escarbar en tus entrañas te manchará los dedos de deseos inalcanzables y frustraciones enjabonadas con la mejor versión de ti mismo.